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María de Ávila.
Del eclecticismo a la ortodoxia.

Por Ana I. Elvira Esteban


Un largo trayecto de vida y danza


A pesar de esas divisiones profesionales iniciales, parece claro que los bailarines catalanes lograron identificarse con los llamados bailes extranjeros a lo largo del XIX y que poco a poco fueron desbancando del escenario a sus compañeros de origen franco-italiano. De este modo, en el último tercio del siglo, muchos artistas autóctonos estaban habituados a abordar los repertorios de los dos géneros. Precisamente fue esta capacidad de bailar ambos, lo que había hecho destacar a las dos máximas figuras catalanas de esa centuria, Rosita Mauri y Ricardo Moragas, y lo que les había permitido competir con sus más directos rivales en su mismo terreno.

Si se analiza la trayectoria artística de Rosita Mauri, se observa como el éxito que alcanzó en Barcelona, y que se fue extendiendo hacia Italia y más tarde hacia París, estaba relacionado con su perfil escénico versátil, ya que era capaz de transformarse en el escenario en un ser fantástico y etéreo, para pasar inmediatamente después a bailar una graciosa danza con zuecos o una pieza de carácter más picante. Por su parte, Ricardo Moragas, además de alternar su labor como bailarín y coreógrafo en ambos estilos, también había logrado convertirse en maestro de muchos otros artistas catalanes que siguieron sus mismos pasos.

Entre sus pupilos se encontraba Paula Catalina Carmen Pàmies y Serra, una bailarina que tras iniciar su trayectoria artística en 1864 y alcanzar su máximo reconocimiento como artista de rango español, había contribuido a consolidar esa doble formación y la transmitió a varias generaciones de bailarinas catalanas, entre las que hay que incluir a María de Ávila.

Pauleta Pàmies supo mantener esa herencia, aunque quizá no tanto la línea creativa de su maestro, quien había alcanzado gran renombre como coreógrafo de ballets de gran formato. En el escenario del Liceo y durante el tiempo en el que se dedicó a la enseñanza, la danza académica fue quedando relegada al papel de simple acompañamiento de las funciones operísticas. La danza nacional, por su parte, encontró refugio en los teatros de variedades, recintos que se pusieron de moda de forma paralela y a los que el público solía acudir para deleitarse con la audacia, la picardía y la gracia de las artistas femeninas. En ellos la diversión y el entretenimiento primaban por encima de la limpieza formal o la pureza de género.

La Pauleta —cariñoso apodo por el que era conocida en Barcelona— impartía clases en el número 59 de la calle San Pau. Desde el momento en el que se hizo cargo de la dirección coreográfica del Liceo, ella escogía las bailarinas que integraban su cuerpo de baile y eso le permitió ejercer un férreo control sobre la danza que se desarrollaba en su escenario. El mercado coreográfico barcelonés no demandaba en ese momento una gran exigencia artística y es posible que la forma de trabajar en sus clases aumentara la tendencia hacia el eclecticismo en la formación de sus pupilas, a las que transmitía sus conocimientos sin una clara diferenciación de estilos. En realidad no hizo otra cosa que adaptarse a las necesidades escénicas y artísticas del momento, poco proclive a la excelencia y más inclinado al entretenimiento y la novedad.