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María de Ávila.
Del eclecticismo a la ortodoxia.

Por Ana I. Elvira Esteban


Algunas aclaraciones para comenzar


El objetivo de aquella primera investigación era bastante concreto: se trataba de recabar información sobre la figura de María de Ávila en sus diferentes facetas profesionales, indagar para conocer los factores que le habían permitido alcanzar unos resultados pedagógicos especialmente brillantes y llamativos dentro de la esfera española de la danza y determinar su repercusión en ese mismo ámbito. Yo no conocía personalmente a esta reconocida maestra, pero mi atracción hacia la pedagogía me empujó en esa dirección. Despertaba mi curiosidad que sus alumnos mostraran una exquisita formación en danza clásica y alcanzaran éxito y reconocimiento fuera de nuestras fronteras cuando en nuestro país era bastante común escuchar comentarios y declaraciones —al menos en aquellos años— que aludían a la inexistencia de una tradición española en ese estilo. Quería comprender cómo era posible esa aparente contradicción y decidí embarcarme en ese viaje.

Cuando inicié mi estudio, María Dolores Gómez de Ávila vivía y se mantenía activa profesionalmente. Yo contaba con poder entrevistarla, así como también a alguno de sus discípulos, como finalmente hice. Su trayectoria artística había tenido lugar a lo largo del siglo XX, por lo que decidí establecer como límites temporales de mi trabajo la época de su nacimiento, en plena restauración borbónica, y la disolución de la última compañía que había surgido de su escuela en el inicio de los años noventa. Sin embargo, no tardé en darme cuenta de que esos testimonios no serían suficientes y que necesitaba retroceder en el tiempo y comenzar mi estudio mucho más atrás, pues sólo así podría alcanzar la meta que me había propuesto.

Tras realizar un primer acercamiento a la trayectoria de la danza española en su conjunto —desde una visión muy general, pues no podría ser de otra manera—, advertí que el arte coreográfico español había discurrido por una senda algo distinta a la europea y esto había sucedido debido a dos cuestiones que han influido en el desarrollo de la danza en el siglo XX y que yo debía tener muy en cuenta: por un lado la ausencia de un apoyo institucional, claro y continuado, que haya permitido crear y mantener una escuela nacional de danza y por otro la coexistencia histórica de dos géneros, uno común al entorno europeo y otro de raíces nacionales y con peculiaridades propias.

Hace dos décadas eran muy escasas las publicaciones sobre danza y aunque la transformación que ha experimentado la formación en sus diferentes niveles ha permitido evolucionar mucho en el campo teórico de esta disciplina, en aquel momento ya se sabía que habían existido contactos e intercambios entre la escuela clásica más internacional y las danzas españolas, y por tanto entre intérpretes extranjeros y españoles; conocidos coloquialmente como boleros. También había constancia escrita de los choques que se habían producido entre bailarines de ambos estilos a partir del siglo XVIII debido a que los artistas españoles veían a sus compañeros visitantes como peligrosos competidores que les podían quitar trabajo y a la influencia de la oleada nacionalista que invadió la sociedad española del momento.

Las lecturas de diferentes publicaciones sobre el teatro y la escena española me permitieron conocer ese proceso y comprender, al menos a grosso modo, cómo había sido el panorama de la danza en Cataluña para enlazar esa evolución con los años de nacimiento de la protagonista de mi estudio. Lo primero que tuve que hacer, lógicamente, fue centrar mi atención sobre Barcelona, ciudad en la que se inició el periplo profesional de María Dolores Gómez de Ávila, conocida por todos por su nombre artístico: María de Ávila.