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Foto: Chicho. Calderón, de Pier Paolo Pasolini (1988)

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El lugar de la escritura dramática en el proyecto de Guillermo Heras

Por Eduardo Pérez-Rasilla

Universidad Carlos III de Madrid

Hasta aquí la cita de Habermas reproducida por Heras. El pensador alemán añade que “Nuestro sentido de la modernidad crea sus propios cánones de clasicismo (…) La relación entre 'moderno' y 'clásico' ha perdido claramente una referencia histórica fija”. Heras encuentra en las reflexiones de Habermas un respaldo a su “idea del teatro como síntesis de prácticas tradicionales con prácticas renovadoras”, pero añade: “Sin embargo, la modernidad del hecho teatral solo podrá encontrarse en su esencialidad efímera, asumiendo el progreso humano pero más allá de etiquetas de moda”. El director era consciente de que el proyecto no podía discurrir por un camino previamente trazado, sino que se enfrentaba al difícil desempeño de distinguir entre lo que era simple moda de lo que estaba configurando los territorios de una nueva e irrenunciable modernidad escénica, más difícil de aprehender aún, dada la naturaleza efímera del hecho teatral. En las páginas siguientes del mismo ensayo cita Heras algunos pasajes de Frederic Jameson, que pertenecen al capítulo titulado “Posmodernismo y sociedad de consumo”, incluido también en el volumen La posmodernidad. Como es sabido, Jameson es autor además de uno de los libros fundamentales para el conocimiento de la posmodernidad: Posmodernismo. La lógica cultural del capitalismo avanzado, dividido en tres volúmenes, dedicados respectivamente a Literatura, Utopía y Teoría. Los pasajes recogidos por Heras figuran casi al comienzo del ensayo de Jameson y se refieren a dos notas características -y complementarias- de la posmodernidad cultural. Por un lado, y en sintonía con lo explicado por Habermas, la descripción de posmodernidad como una reacción frente a la modernidad. Es decir, la sustitución de lo que en otro tiempo pareció moderno y hasta escandaloso -y ahora se considera ya reificado, institucional, propio del Museo o de la Universidad- por nuevas formas estéticas. Pound, Eliot, Joyce, Proust, Mann, Le Corbusier, Mies van der Rohe. Lloyd Wright, Stravinsky, etc., dejan paso a los Pynchon, Borroughs, John Cage, Andy Warhol, Philip Glass, los Talking Heads, los Clash, etc. Pero, desde esta consideración, concluye Jameson que: “Es evidente esto no facilita lo más mínimo la tarea de describir el posmodernismo como un todo coherente, dado que la unidad de este nuevo impulso -si es que lo tiene, no se da en sí misma, sino en el mismo modernismo al que trata de desplazar”. El segundo rasgo lo sitúa Jameson en la disposición a difuminar el límite entre la “alta cultura” y la cultura popular, lo que conduce al pastiche como horizonte estilístico y al recurso a los materiales clásicos no como citas sino como incorporaciones. Heras deduce de las consideraciones de Habermas y de Jameson que el concepto de vanguardia ha quedado vacío de contenido, que se ha convertido en una suerte de tautología, por lo que -añadiría yo- quien desee programar un arte vanguardista deberá ser especialmente precavido y perspicaz al asomarse a un territorio en el que las referencias han quedado desdibujadas. Advierte además Heras la importancia de la noción de pastiche, tal como la entiende Jameson, y propone en el ámbito de las artes escénicas, una relación de nombres representativos de la modernidad: “Strehler, Brook, Planchon, Stein, etc.”, y aquellos a los que se podría situar en el territorio de la posmodernidad: “Bob Wilson, Richard Foreman, Carmelo Bene, Grüber o grupos y colectivos como Magazzini, Criminali, Epigonen, Impact Theatre o Fura dels Baus, por no citar la revolución producida por los nuevos coreógrafos y su concepción del espacio y movimiento, tan útil para la dialéctica palabra/imagen”. En definitiva, Heras, a partir de Habermas y Jameson, está proponiendo una enfoque abierto a lo nuevo, pero a un tiempo integrador y atento a lo que fue moderno y ahora es clásico y, en consecuencia, fecunda y alienta la creación contemporánea.

La cita de Jean Baudrillard aparece en el encabezado de un ensayo titulado “Las nuevas tecnologías y su incidencia sobre la puesta en escena teatral”, fechado en 1985. La cita tiene un cierto carácter de sentencia o de aforismo y dice así: “Estamos en un universo en el que cada vez hay más información y cada vez menos sentido”. El texto pertenece a un libro de Baudrillard titulado Simulacres et Simulation, publicado en 1981, y recoge un pensamiento ampliamente desarrollado y glosado por el filósofo francés, quien en el libro ya mencionado sobre La posmodernidad, tenía también un capítulo: “El éxtasis de la comunicación”, compuesto en fechas muy próximas a las del volumen, con el que establece alguna suerte de diálogo. Este interesante y temprano análisis (el texto está escrito en el umbral de los ochenta) explica que las oposiciones sujeto/objeto y público/privado han quedado neutralizadas: “(…) hoy ya no existen la escena y el espejo. Hay en cambio una pantalla y una red. En lugar de la trascendencia reflexiva del espejo y la escena hay una superficie no reflexiva, una superficie inmanente donde se despliegan las operaciones, la suave superficie operativa de la comunicación”. En consecuencia, Baudrillard imagina así al ser humano contemporáneo:

Telemática primitiva: cada persona se ve ante los mandos de una máquina hipotética, aislada, en una posición de soberanía perfecta y remota, a una distancia infinita de su universo de origen, lo cual es tanto como decir en la posición exacta de un astronauta en su cápsula, en un estado de ingravidez que necesita un perpetuo vuelo orbital y una velocidad suficiente para evitar que se estrelle contra su planeta de origen.
Esta realización de una satélite vivo, en un espacio cotidiano, in vivo, corresponde a la satelización de lo real, lo que llamo el 'hiperrealismo de simulación'

La idea aparece desarrollada en su libro Simulacres et Simulation. Esta simulación conduce a la obscenidad. “La obscenidad empieza- piensa Baudrillard- cuando no hay más espectáculo, no más escena, cuando todo se vuelve transparente y visible de inmediato, cuando todo queda expuesto a la luz áspera e inexorable de la información y la comunicación”. Desde la reflexión de Marx sobre la obscenidad de la mercancía, Baudrillard concluye: “el mensaje que los objetos transmiten por su mediación ya está simplificado en exceso y es siempre el mismo: su valor de intercambio. Así en el fondo el mensaje no existe; es el medio que se impone en su pura circulación”. Heras mira a Baudrillard precisamente cuando se plantea cómo actuar -en un centro de nuevas tendencias escénicas- ante una imparable revolución tecnológica a la que no puede renunciarse pero ante la que ha de mantenerse una actitud vigilante y crítica, para que no imponga “una cultura standard, vacía de sentido e incluso de contenido”. La preocupación de Heras por conjugar las pulsiones de un presente vertiginoso y prometedor con un discurso que no renuncie al placer estético y al compromiso ético constituirá una constante y también, es cierto, un quebradero de cabeza de difícil solución. El teatro, y más aún en los años ochenta, parecía nadar contra corriente. El desafío consistía en mantener la esencia de la teatralidad y, a la vez, ofrecer un teatro para los ciudadanos que miraban ya hacia un siglo XXI que parecía presentar perfiles muy diferentes de aquellos en los que había hecho fortuna un teatro que ya resulta envejecido e insuficiente. Todo ello sin abandonar el compromiso ético y político que había impulsado la labor del Teatro Independiente.