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Foto: Chicho. Calderón, de Pier Paolo Pasolini (1988)

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El lugar de la escritura dramática en el proyecto de Guillermo Heras

Por Eduardo Pérez-Rasilla

Universidad Carlos III de Madrid

Si nos ceñimos a las iniciativas de ámbito estatal, el proyecto del teatro parece querer desarrollar tres líneas preferentes: el que podríamos denominar el gran repertorio (en el sentido más amplio del término), del que se ocuparía el Centro Dramático Nacional; el teatro áureo, que exhibiría la Compañía Nacional de Teatro Clásico, y las manifestaciones escénicas contemporáneas, que corresponderían al CNNTE. Podemos colegir que era esta última la más específica y la más novedosa, aunque también la más indeterminada y la que albergaba más riesgos en lo que a la selección de sus contenidos se refiere, por cuanto las categorías a que remitían las otras dos instituciones parecían mucho más delimitadas y difíciles de discutir, al menos en lo que atañe a sus criterios generales de programación y a su aceptación social, muy consolidada ya por las tradiciones culturales, educativas y cívicas. Sin embargo, un centro dedicado a las nuevas tendencias escénicas debía comenzar por definir lo que entendía por el sustantivo que figuraba en su marbete y por los dos adjetivos que lo escoltaban. Todo lo que aquel enunciado tenía de prometedor y de estimulante, que era mucho, podía resultar igualmente resbaloso e incierto.

Por lo demás, no ha de olvidarse que la sociedad española de los primeros ochenta era una sociedad joven, impulsiva e impaciente, que no podía o no quería esperar más para satisfacer expectativas o cubrir objetivos -llevaba ya demasiado tiempo esperando-, pero que, a su vez, se enfrentaba a la deuda (que quizás para algunos fuera una carga) de un pasado reciente cercenado por la censura, el prejuicio o la desidia, legado al que el CNNTE se veía abocado a dar alguna respuesta. También el CDN, pero su papel, en este aspecto, resultó mucho más sencillo. La sociedad española vivía la contradicción que suponía atender a un pasado inmediato al que demasiadas veces se había negado, y la ansiedad por atender a lo nuevo, por no perder el ritmo de un tiempo cuyos cambios resultaban cada vez más veloces. Por lo general se prefirió orillar buena parte de ese pasado y apurar el presente, lo que causó la comprensible decepción de quienes llevaban muchos años trabajando o escribiendo con la esperanza de poder estrenar con libertad. Era además una sociedad que debía encontrar pronto una identidad colectiva en el ámbito de las democracias occidentales y en un contexto europeo al que pretendía incorporarse, y liberarse de una opresión padecida durante décadas, pero también de una sensación de malestar y de vergüenza por no haber sido capaz de deshacerse de la tiranía. Un país que transitaba ya por las rutas de lo festivo y de lo irreverente, y al que atraía lo hasta entonces proscrito o lo marginal, necesitado con urgencia de despojarse de viejos prejuicios, lo que no pocas veces condujo a territorios marcados por la banalidad, la irresponsabilidad o la estridencia. Eran también años de creatividad y de efervescencia, de nuevas propuestas y de nuevas miradas. Pero, por otro lado, algunos comenzaban a percibir los primeros síntomas de un agudo desencanto que se iría acrecentando en los años sucesivos. Y si todas estas circunstancias hacían mella en cualquier proyecto colectivo que afrontara la sociedad española, condicionaban de una manera particular a un teatro dedicado a elegir, programar y configurar las nuevas tendencias escénicas, es decir, las modernas formas a través de las cuales aquella compleja e inquieta sociedad pretendía representarse a sí misma.

A pesar de todo ello, o quizás precisamente por estos motivos, sorprendían entonces, y sorprenden hoy más aún desde la perspectiva que da la distancia, la inquina, la incomprensión o la indiferencia mostradas por la mayoría de los medios de comunicación y por algunos sectores de la profesión teatral y del ámbito de la cultura ante un proyecto tan ambicioso y tan prometedor, aunque necesariamente frágil, dada su condición. Algunos ataques furibundos ponen de manifiesto la miopía y la insuficiencia intelectual de cierta crítica, incapaz de entender modelos escénicos que se salieran de los estrictos cánones en los que aquellos críticos habían sido educados o a las que los habían confinado las limitaciones de la escena española. Pero también, y esto sorprende más aún visto desde nuestro momento histórico, una confusión -que, o bien respondía a un despiste monumental, o bien enmascaraba intereses bastardos- entre el teatro público y el dirigismo cultural o la anulación de la libertad creadora. Justamente la libertad creadora, la posibilidad de investigar sobre nuevas formas de hacer teatro necesitaba espacios en los que poder llevar a cabo su tarea. Y también ámbitos en los que experimentar y, en consecuencia, correr el riesgo de equivocarse. Guillermo Heras, quien dirigió el CNNTE desde su comienzo en 1984 hasta su cierre definitivo en 1994, defendió siempre, y de forma vehemente, la necesidad de un teatro público. Pero nadie sensato debiera confundir un teatro público con un teatro gubernamental. Y sin embargo muchos juntaron estos extremos. Así, la reacción al abrupto cierre del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas fue cuando menos tibia. Sin embargo, no parece abusivo considerar que, de haber podido continuar su labor, el teatro en España sería hoy muy diferente y el horizonte al que podrían mirar las compañías más jóvenes y las propuestas escénicas menos convencionales sería mucho más abierto y esperanzador. Y, si bien con el paso del tiempo el proyecto es mirado ya desde una perspectiva más serena y más justa, que valora los logros del empeño y más aún lo que tuvo de acicate para la escena española actual, faltan quizás trabajos de conjunto sobre su trayectoria y la herencia que dejó. Existen excepciones, como la muy meritoria tesis doctoral presentada por Rosa Alvares Hernández en la Universidad Autónoma de Madrid, en 2003, con el título: Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas. Hacia una dramaturgia española contemporánea .

José Manuel Garrido apadrinó la idea de poner en marcha el proyecto, idea que compartió con Guillermo Heras, a quien confío la dirección de un centro cuya denominación suscitó algunas reflexiones y debates. El nombre finalmente elegido dejaba en el aire cierta ambigüedad o indefinición, pero aportaba algunas notas programáticas: la atención a los procesos de investigación y creación, el interés por la emergencia y una consideración de la escena que desbordaba los límites de lo que tradicionalmente se incluía bajo el marbete de teatro. La sede elegida fue la Sala Olimpia, un local ubicado en la Plaza de Lavapiés, que había funcionado como cine y como teatro. Desde 1908 el solar había estado ocupado por un teatro llamado Lo Rat Penat (El murciélago), -denominado así en homenaje de su propietario a su ciudad natal: Valencia-, que, tal como puede verse y leerse en El Arte del Teatro, mostraba una bella fachada modernista y estaba dedicado a la programación de géneros populares. Cuando en 1916 cambió la propiedad del teatro, pasó a llamarse Salón Olimpia. En los años veinte se acometieron trasformaciones del edifico y pasó a usarse principalmente como cinematógrafo, de ahí que se lo mencione como cine Olimpia. En 1979 el Centro Cultural La Corrala lo alquiló para utilizarlo de nuevo como teatro y centro cultural. La Corrala había gestionado y programado otro espacio tan emblemático como la Sala Cadarso. Estas dos empresas, junto a otras, como El Gayo Vallecano, vistas desde hoy parecen sugerir simbólicamente el tránsito del Teatro Independiente a lo que luego sería el teatro alternativo.